La invasión de Rusia a Ucrania ha generado un tsunami de personas refugiadas en nuestro continente nunca visto desde la II Guerra Mundial. Millones de mujeres, menores y personas ancianas que se han visto obligadas, de un día para otro, a dejar su país y buscar acogida mayoritariamente en la Unión Europea.

Esta situación ha generado en Europa una ola de solidaridad que se ha materializado en una acogida sin precedentes y una “legalización exprés” de todas las personas que llegan, con derecho a trabajar y con facilidades para escolarizar a sus hijos e hijas. Es en este momento cuando miramos también a otras personas migrantes que llegan a nuestros barrios desde otros países en guerra como Yemen, Etiopía, República Democrática del Congo, Mali, etc.

¿Hay personas refugiadas de primera y de segunda clase?
Sabemos que todas las personas son iguales y deben tener los mismos derechos y oportunidades, por eso surge la reflexión de poder acoger igualmente a las personas refugiadas del continente africano o asiático. Todas tienen derecho a ser protegidas. El papel de la educación es fundamental en este sentido, porque sin un enfoque crítico podemos acostumbrarnos a situaciones que no deberían ser nunca normalizadas, como el hambre en África, el trato inhumano a las personas que llegan a nuestro país sin documentación en regla o situaciones de guerra durante muchos años en el continente africano. Cuando, si analizamos a fondo, podemos intuir que los “intereses económicos occidentales” están en gran parte de las causas de empobrecimiento de estos países.

Por desgracia, históricamente se han venido lanzando mensajes paternalistas respecto a los países del Sur, a los que hay que “ayudar”, pero es necesario hablar de justicia social. Como dice el Papa Francisco, «la injusta distribución de las riquezas y los recursos es fuente de conflicto y violencia entre los pueblos porque supone que el progreso de unos se construye sobre el necesario sacrificio de otros y que para poder vivir dignamente, hay que luchar contra los demás». Una verdadera solidaridad exige que seamos capaces de defender los derechos humanos en cualquier lugar del mundo, y la ciudadanía tenemos el papel de exigirlo a nuestros gobiernos. Queda mucha pedagogía por hacer, hay que trabajar a todos los niveles y en las diferentes sociedades para promover estrategias públicas de cultura de paz y no de cultura de guerra. Para ello, la educación para el desarrollo es una gran herramienta para vehicular esta transformación social para construir un mundo mejor.